La inteligencia emocional

 

La inteligencia emocional comprende capacidades básicas como la percepción y canalización de la propia emoción o la comprensión de los sentimientos de los demás. Tiene su propio dinamismo y actúa constantemente sobre nuestro comportamiento y personalidad.  

Para Goleman la inteligencia emocional consiste en:

 

1) Conocer las propias emociones: El principio de Sócrates "conócete a ti mismo" se refiere a esta pieza clave de la inteligencia emocional: tener conciencia de las propias emociones; reconocer un sentimiento en el momento en que ocurre. Una incapacidad en este sentido nos deja a merced de las emociones incontroladas.

2) Manejar las emociones: La habilidad para manejar los propios sentimientos a fin de que se expresen de forma apropiada se fundamenta en la toma de conciencia de las propias emociones. La habilidad para suavizar expresiones de ira, furia o irritabilidad es fundamental en las relaciones interpersonales.

3) Motivarse a sí mismo: Una emoción tiende a impulsar hacia una acción. Por eso, emoción y motivación están íntimamente interrelacionados. Encaminar las emociones, y la motivación consecuente, hacia el logro de objetivos es esencial para prestar atención, automotivarse, manejarse y realizar actividades creativas. El autocontrol emocional conlleva a demorar gratificaciones y dominar la impulsividad, lo cual suele estar presente en el logro de muchos objetivos. Las personas que poseen estas habilidades tienden a ser más productivas y efectivas en las actividades que emprenden.

4) Reconocer las emociones de los demás: Un don de gentes fundamental es la empatía, la cual se basa en el conocimiento de las propias emociones. La empatía es la base del altruismo. Las personas empáticas sintonizan mejor con las sutiles señales que indican lo que los demás necesitan o desean. Esto las hace apropiadas para las profesiones de la ayuda y servicios en sentido amplio (profesores, orientadores, pedagogos, psicólogos, psicopedagogos, médicos, abogados, expertos en ventas, etc.).

5) Establecer relaciones: El arte de establecer buenas relaciones con los demás es, en gran medida, la habilidad de manejar las emociones de los demás. La competencia social y las habilidades que conlleva, son la base del liderazgo, popularidad y eficiencia interpersonal. Las personas que dominan estas habilidades sociales son capaces de interactuar de forma suave y efectiva con los demás.

 

La región emocional es el sustrato en el que se desarrolló y evolucionó el cerebro racional y siguen estando estrechamente vinculados por miles de circuitos neuronales. Por ello, los centros de la emoción poseen un extraordinario poder de influencia en el funcionamiento global del cerebro. De hecho, el hipocampo y la amígdala fueron dos estructuras claves del primitivo "cerebro olfativo". La amígdala está especializada en la vida afectiva y en la actualidad se considera una estructura límbica muy ligada a los procesos de aprendizaje y memoria. La amígdala constituye una especie de depósito de la memoria y significación emocional. La ausencia funcional de la amígdala -por los datos de que se dispone- parece impedir cualquier reconocimiento de los sentimientos y todo sentimiento sobre los mismos sentimientos. 

 

En los primeros años de vida, en el cerebro humano las conexiones neuronales se forman con mucha más rapidez que durante el resto de la vida. Por lo cual, los procesos de aprendizaje se producen en esta etapa con mayor facilidad que en cualquier otro momento posterior. La primera infancia ofrece una oportunidad única de poner en marcha el desarrollo y educación de las capacidades emocionales y afectivas. Por ello, no es de extrañar que el estudio científico actual de la dimensión afectiva haya contribuido al apoyo de una pedagogía en que la génesis del pensamiento y la inteligencia no son sino aspectos de una interacción global, que encauza, en gran medida, la dimensión afectiva del niño. El niño estará más abierto y disponible a la actividad intelectual cuanto mejor se resuelva su necesidad de seguridad y afecto. En definitiva, la vida afectiva del niño/a es la base de la vida afectiva del adulto, de su carácter y personalidad. 

 

La inteligencia emocional podría explicarse desde cuatro pilares o parámetros básicos: la capacidad de entender y comprender emociones y sentimientos propios, la autoestima, la capacidad de gestionar y controlar los impulsos y situaciones afectivas, y la capacidad de entender y comprender los sentimientos de los demás. 

 

El reconocimiento de las propias emociones es el alfa y el omega de la competencia emocional. Sólo cuando se aprende a percibir las señales emocionales, a categorizarlas y aceptarlas, es posible dirigirlas y canalizarlas adecuadamente sin dejarse arrastrar por ellas. Para Goleman, el conocimiento de uno mismo y de los propios sentimientos es la piedra angular de la inteligencia emocional, la base que permite progresar. La toma de conciencia emocional constituye la habilidad emocional fundamental, el cimiento sobre el que se asientan otras habilidades y pilares emocionales. La comprensión, que acompaña a la conciencia de uno mismo, tiene un poderoso efecto sobre los sentimientos negativos intensos y nos proporciona la oportunidad de liberarnos de ellos. Consecuentemente, se tiende a tener una visión positiva de la vida y a percibirse como una persona controlada y autónoma. Contrariamente, las personas atrapadas por sus emociones se ven desbordadas e incapaces de escapar de ellas. 

 

Como es lógico, no es posible para los niños/as disponer, de entrada, ni en mucho tiempo, de tal repertorio de habilidades, pero se pueden ir sentando las bases para su adquisición. El recién nacido no tiene todavía verdaderos sentimientos, está en un período instintivo, succiona y llora. Busca alimentos y alivio a su incomodidad y sus reflejos determinan su conducta. Todo el afecto está relacionado con los reflejos. Los primeros movimientos reflejos como la succión o la presión dan lugar a las primeras sensaciones. Estas sensaciones de contacto, unidas a las primeras percepciones (frío, hambre, etc.) están en el origen de las propias vivencias. La adquisición de la conciencia de "sí-mismo" se desarrolla continuamente a lo largo de la infancia en relación con otros procesos cognitivos y de socialización, los cuales van a permitir, finalmente, la representación e identificación del "yo" y de los propios sentimientos y emociones.

 

Las investigaciones de BRETHERTON han mostrado que alrededor de los dos años los niños comienzan a describirse así mismos y a los demás como seres que perciben, sienten emociones, tienen deseos y pasan por diversos estados cognitivos. El autoconocimiento de los niños va aumentando en la medida que aumenta la conciencia de sí mismos y va más allá de la época infantil, la cual constituye sólo el inicio de un proceso personal. Hacer una apreciación adecuada de las propias emociones es uno de los pilares de la inteligencia emocional en la que se asientan otras cualidades emocionales. Sólo quien sabe qué, cómo y por qué siente, puede manejar y controlar inteligentemente sus emociones. 

 

El niño/a, como venimos insistiendo, desarrolla su autoconcepto desde la infancia en virtud de las descripciones que hacen muchas personas acerca de él, especialmente los padres. Pero también percibe, a través de sus acciones, su "yo", su comportamiento social, su "yo" físico, su lenguaje, etc. En este proceso, las percepciones de éxito o fracaso tienen una importancia capital. Los bebés tienen poca comprensión de lo que significa personalmente este éxito o fracaso; en consecuencia, no se observan en su conducta muestras de autoevaluación; las referencias son sólo la atención y aceptación o rechazo que muestran los padres. Sin embargo, incluso antes de llegar a los dos años, comienzan a demostrar algún tipo de percepción acerca de cómo reaccionan los adultos ante sus acciones (mirar antes de tocar algo prohibido) o incluso sus logros o éxitos (buscar aprobación después de hacer, en el juego, alguna construcción). Ante estos ya dan muestras de felicidad y, así mismo, reaccionan de forma negativa al fracaso. A los tres años de edad prefieren claramente dedicarse a actividades en las que resultan ganadores que a las que pierden.

 

A medida que los niños van avanzando en su desarrollo han de aprender a controlar su comportamiento, los episodios de llanto y enfados (pataletas) como respuesta a las situaciones de frustración. Poco a poco deben ir aprendiendo a soportarlas sin alterarse tanto y sin que se desorganice todo su comportamiento. Cuando el niño decide elegir la mayor gratificación, aunque conlleve más espera, acumula cierto grado de frustración. No obstante, la capacidad para retrasar la gratificación es paralela a la capacidad para tolerar la frustración. Esta capacidad para tolerar los retrasos en la gratificación se puede incrementar a partir de los cinco años y depende de sus experiencias anteriores de éxito o fracaso, de las promesas que se le hicieron y de la confianza que le merezca la persona que lleva a cabo la promesa. 

 

Rosenthal, hace ya bastantes años, mostró que la inteligencia emocional está vinculada a la capacidad de leer los sentimientos de los demás. La importancia de la percepción del otro o empatía para la competencia emocional es indudable, pues ésta se desarrolla por la comunicación emocional en situaciones de interacción. La disposición natural a la empatía la manifiestan los bebés muy pronto. Bebés de tres meses reaccionan alterándose ante el llanto de otro niño y comienzan ellos mismos a llorar. Parece que se trata de una capacidad innata que, sin embargo, es necesario cultivar. Para el psiquiatra Stern, el desarrollo de la empatía depende de la sensibilidad y reacciones de los padres frente a las manifestaciones emocionales del niño, tanto si se ignoran como si se sobrepasan.

 

El niño, al final del primer año, responde de forma selectiva y adecuada a las expresiones faciales de quien le cuida. Esta respuesta selectiva es un paso fundamental en la comprensión de la emoción de los demás. Indica que el niño es capaz de comprender, en alguna medida, si la postura emocional de otra persona es positiva o negativa, si indica aliento o desaprobación. Reacciona ante la emoción pero no trata de provocarla. Sin embargo, y aunque es posible que tras la compresión de la emoción se genere un sentimiento de compartir la misma, también es posible comprender la emoción ajena sin sentirla. Cuando se consuela a alguien triste no es preciso sentir la misma pena que él.

 

Durante el segundo año se produce un cambio importante, los niños/as empiezan, de forma deliberada, a consolar a los demás, a la vez que a causar daño y molestar a otros niños y adultos. Indica que los niños pequeños empiezan a identificar las condiciones o acciones que desencadenan o evitan un estado emocional en otra persona. Comienzan a tener cierta comprensión del modo en que la emoción se sitúa y varía en una secuencia causal.

 

Consolar a otro cuando está triste es algo frecuente en la mayor parte de los niños alrededor de los 14 meses, de igual forma que los niños pequeños suelen acudir a los mayores en busca de consuelo. Esto tiene mayor oportunidad de suceder en familias donde hay un ambiente en que los niños mayores tratan con frecuencia de consolar a sus hermanos, no les importa compartir sus juguetes y no se pelean con ellos con frecuencia. Asimismo, parece que los niños pasan por distintas etapas. De los 10 a 12 meses se muestran como espectadores insensibles, limitándose a mirar más o menos en un tercio de ocasiones. Otras veces muestran algún tipo de pena (frunción del ceño, parecían tristes, lloraban). A esta edad, sin embargo, raramente tratan de consolar a la persona afligida. Alrededor de los 18 meses las iniciativas de consuelo se traducen en numerosas estrategias: los niños llevan objetos a la persona afligida, expresan su compasión con palabras, buscan ayuda de otra persona e incluso tratan de proteger a la víctima.

 

La compasión es un elemento de competencia emocional y resulta serlo también de la competencia social e incluso moral. En este último sentido, el modelo de perfección para el más alto desarrollo humano parte del budismo, es alguien "que ha puesto fin a su sufrimiento y a crear sufrimiento a los demás". De ahí, que la compasión se encuentre en los cimientos mismos del sistema ético. 

 

Al desarrollo de sentimientos y emociones se puede aplicar el principio básico de todo el desarrollo infantil: proceder de un estado general indiferenciado a otro de mayor especialización y control. Los bebés comienzan con expresiones que resultan relativamente incontroladas y globales para pasar a implicar cada vez menos partes de su cuerpo. Cuando el bebé, en su cuna, reconoce a su madre que entra en la habitación, mueve piernas y brazos, vocaliza, todo él se implica. Posteriormente, llega a expresar esta emoción a través del lenguaje o incluso sólo con la expresión facial.

 

Este proceso de diferenciación va dando lugar a distintos niveles de organización y a una progresiva transformación y maduración de la personalidad. Dicho proceso debe ser alentado y pautado por una acción educativa eficaz que, desde el conocimiento actual, potencie los rasgos favorecedores e inhiba los negativos. 

 

Con todo, parece evidente que las reacciones emocionales no surgen simplemente como resultado de un programa biológico, sino que su desarrollo está inducido también por la experiencia que obtiene de su entorno social. Poco a poco, aprenden a identificar y caracterizar sus emociones por medio de las experiencias diarias.

 

Asimismo, para muchos teóricos, la experiencia emocional es fundamental para establecer la relación de "apego" que empieza a generarse en los niños muy poco tiempo después del nacimiento, y que puede observarse claramente desde los 6 a 8 meses de edad. El sentimiento de "apego" (apego seguro) hacia la madre tiene diversos efectos positivos en el desarrollo del bebé, tales como unos mayores índices de competencia cognitiva y social. En el desarrollo del apego, según BOWLBY, pueden distinguirse tres fases. Al principio, los bebés no centran su atención exclusivamente en sus madres, responden positivamente ante cualquiera que les preste atención. Esta conducta se da desde el nacimiento a los dos meses, fase que podemos entender como de "sensibilidad social indiscriminada". Sin embargo, los bebés ya reconocen claramente a quien les cuida (prefieren mirar a su madre o su fotografía que a un desconocido) y parece como si prepararan el contexto o escenario para una posterior relación de apego con su cuidador.

 

De seis a doce meses. A medida que el bebé crece (de dos a seis o siete meses) entramos en la segunda fase de apego ”sensibilidad diferenciada". En esta fase se va interesando más por quien le cuida y aunque también acepta a los desconocidos, los sitúa en un segundo plano. A partir de los seis meses, el apego puede empezar a observarse claramente por primera vez. A lo largo de esta fase, el bebé y su cuidador desarrollan pautas de interacción que les permiten comunicarse y establecer una relación muy especial. Para el niño, la madre o la persona que lo cuida representa seguridad y confianza. Busca a su madre cuando esta inquieto e inseguro, cuando necesita información y, a su vez, la madre utiliza este sistema de comunicación para ejercer sobre él un cierto control. A partir de los seis meses, las emociones se van diferenciando cada vez más. Expresiones faciales de enfado y dolor, que antes se confundían, se distinguen ahora mucho más fácilmente. También desarrollan la capacidad de comprender el papel "agente" de los demás en la causación del dolor. Por ejemplo, la reacción de enfado ante el dolor que les produce un pinchazo, se dirige, ahora, no al pinchazo, sino a quien le pincha.

 

El vínculo del apego se hace más evidente en el tercer trimestre del primer año y seguirá siendo muy fuerte hasta los dos años. A esta edad empieza a surgir el miedo como emoción dominante y los bebés empiezan a reconocer lo que es extraño o desconocido, reaccionando, generalmente, de forma negativa. La precaución ante los desconocidos es algo frecuente que les lleva, ahora, a llorar y refugiarse en su madre. 

 

Las tres posibilidades fundamentales de llevar a cabo el control de las emociones cuando nos asaltan, son dominarlas, reprimirlas y modificarlas o canalizarlas. La educación emocional en nuestra cultura occidental se ha centrado, básicamente, en reprimir sentimientos y emociones. Hemos aprendido a ocultar y no exteriorizar, a no dejarnos avasallar por las emociones. Sin embargo, la represión a largo plazo no es la solución. Deteriora las capacidades vivenciales y perceptivas, lleva a la insensibilidad y al desajuste emocional. A pesar de ello, la represión puede ser también un mecanismo de defensa al que se recurre para salvaguardar el propio yo.

 

Dominarlas es una estrategia más saludable que permite reaccionar de forma práctica sin dejarnos avasallar por ellas. Cuanto antes pueda amortiguarse de forma racional la oleada emocional, mejor podrá llevarse a cabo su dominio. Una de las estrategias para conseguirlo es relativizar, dar una interpretación más positiva a la situación que provoca la emoción. Otra forma de dominar las emociones que permite de forma saludable el control emocional es la superación orientada de las mismas. Consiste en superar las emociones mediante la desensibilización. La alternativa ante la emoción es aprender a vivir y superar el estado de excitación que conlleva. Supone enfrentarse a las propias emociones, exponiéndose de forma consciente y sistemática a los estímulos que las provocan intentando tolerarlos y observarlos con frialdad. A medida que esto se va consiguiendo, la emoción va cediendo. Paralelamente crece la confianza en la propia capacidad para manejar la situación y poder enfrentarse a ella de forma efectiva.

 

Otra forma de dominio consiste en poner en marcha, de manera deliberada, un proceso que normalmente se produce de forma no intencional. Hacia los cuatro años, los niños ya tienen experiencia en que las emociones intensas (positivas o negativas) se desvanecen con el paso del tiempo. Hay una reducción gradual de la intensidad. A los 6 años son ya capaces de entender que la emoción es menos intensa si se deja de pensar en el "hecho" que la provocó. Paralelamente, entre los 4 y 10 años son capaces de establecer la conexión causal entre ambos. Los más pequeños se centran en cambios irrelevantes de la situación, mientras que los mayores atienden más a los cambios mentales. El niño puede intentar acelerar el proceso de reducción que ocurriría normalmente, olvidando de forma deliberada el acontecimiento emocional o dejando de pensar en él.

 

La modificación o canalización fructífera de las emociones implica, en definitiva, no dejarse llevar por sus emociones, sino utilizar esa energía para desarrollar nuevas competencias, que permitan fortalecer la confianza en sí mismos y asumir nuevos riesgos, convirtiendo las emociones en algo personalmente productivo.

 

El desarrollo emocional, como cualquier otro aspecto del desarrollo del niño, está muy influido por el contexto en que tiene lugar. Durante los primeros años el contexto más importante es la familia. La familia junto con la escuela forman el entorno que influye más directamente en el niño. Los niños absorben y almacenan lo que observan, atan cabos, imitan, clasifican lo que han observado y, frecuentemente, ponen en marcha las pautas de acción, que deliberadamente o de forma difusa se les han dado. Familia y escuela deben cumplir con la función esencial de la alfabetización emocional como una parte fundamental de las lecciones esenciales para la vida. Así, familia y escuela deben convertirse en lugares interesados en el aprendizaje emocional, de forma que la educación emocional no permanezca limitada al ámbito familiar o escolar, sino que se practique, se intensifique y se generalice a todos los dominios de su vida. La educación emocional ha de comenzar en los primeros meses, adaptarse a la edad del niño, proseguir durante la edad escolar y aunar conjuntamente los esfuerzos de la familia, la escuela y la comunidad en general.

 

Brevemente, presentamos a continuación algunas sugerencias básicas sobre formas de actuación.

 

Potenciar y sentar las bases de mejora de la inteligencia emocional:

 

El cerebro del bebé está trabajando siempre y capta, desde que nace, muchas sensaciones que son nuevas para él. Todo lo que recibe de quien le cuida y del entorno influye en su conocimiento afectivo y también en su carácter. Por eso hay que rodearlo de estados anímicos positivos, cálidos, alegres y felices, demostrarle mucho afecto con besos, caricias y cuantos signos estrechen los lazos de unión con él; hablarle con susurros y palabras afectivas y cantarle melodías con letras sugerentes. Es importante también manifestarle el placer y entusiasmo que se siente al estar con él y al proporcionarle calor y bienestar.

 

Conviene recordar que el niño desde que nace, a través del llanto, se expresa afectivamente, sonríe unas semanas después, pero no se ríe hasta los cuatro meses. Hay que estar atento para captar los distintos mensajes, así como facilitar la aparición de la sonrisa con mimos, caricias y piropos, y de la risa a carcajadas, a base de cosquillas, balbuceos, etc. A todos los bebés les encanta gritar y reír. También es importante fijarse en la reacción que tiene el niño en distintas situaciones y respetar sus diferentes estados anímicos. Las expresiones faciales en esta etapa lo dicen todo. Por medio de gestos espontáneos manifiestan su alegría, tristeza, enfado. Hay que tener presente que lo natural es que el niño/a esté alegre. La alegría y la risa cumplen una función terapéutica importante, previenen enfermedades y alivian el estrés y la ansiedad. Como pautas educativas básicas, hay que crear un clima alegre y un ambiente propicio para conseguir reír con él. Hay que cuidar las formas o modos de dirigirnos al pequeño, el estado de ánimo y el tono de voz empleado y hablarle de sus estados anímicos.

 

Por otra parte, el desarrollo del sistema afectivo se lleva a cabo desde la primera interacción madre-hijo. Éstas son importantes para instituir el marco necesario en el que desarrollar la relación de "apego". Como pautas de acción en torno al apego, debe mostrarse sensibilidad y atención a las necesidades del bebé. Confortarlo para que no esté angustiado ni tenga miedo, con una actitud alegre, cariñosa y tierna. Darle de comer a un ritmo adaptado, estando atentos para percibir cuándo está satisfecho o cuándo está dispuesto a tomar más.

 

A los dieciocho meses aproximadamente entra en un periodo evolutivo caracterizado por la oposición y negativa (edad del "no") a cuanto se le propone. Se trata de una característica más de su maduración psico-física. Como pauta general, hay que procurar controlar los nervios, no amenazar, ni intentar chantajear, sino mantenerse firmes, porque además, en ocasiones, ni las amenazas, ni los elogios tienen eficacia. No se niega para enfadarnos, ni por fastidiar. Hay que comprender la situación y no enfrentarse como si de una batalla se tratara, ni tratar de ganar siempre en los enfrentamientos que podamos tener con él. A esta edad pueden manifestar sus primeros signos de orgullo, celos, afectividad. Es también normal que reaccione con cierta agresividad cuando otro niño le coge algo o el adulto lo contradice o no le da la razón. Hay que ser paciente, no asustarse y entender que se trata de las primeras manifestaciones de sentimientos que todavía no controla, y que necesita ante todo de una familia y entorno que le proporcionen comprensión y afecto para que pueda ir dominándolos y crecer con confianza y seguridad.

 

También se ha estudiado la comprensión causal de las emociones y se ha comprobado que los niños de tres y cuatro años ya son capaces de establecer conexiones y predecir el tipo de emoción que provoca una determinada situación (recibir un regalo que deseaba) o qué tipo de situación (romper una muñeca) puede provocar una emoción. Sin embargo, comprender las causas (por ejemplo, estar triste porque el regalo de cumpleaños no es el que deseaba) es más complejo que establecer las conexiones entre situaciones externas y reacciones emocionales.

 

Hacia los cuatro años también parece que empiezan a desarrollar el conocimiento de emociones más complejas (que las de tristeza, enfado, etc.), tales como la vergüenza, el orgullo, etc. Se produce entonces un importante cambio y se hacen más sensibles en la comprensión de las causas mentales de éstas y no sólo de las causas externas. Emociones complejas como las citadas no son reacciones directas ante un suceso, sino reacciones que se experimentan en respuesta a lo que creemos que los demás piensan sobre nosotros como consecuencia de nuestras acciones. Éstas, necesitan para su desarrollo, además de un nivel cognitivo adecuado, el aprendizaje de la norma que regula los comportamientos en sociedad.

 

En referencia a la capacidad de entender y comprender los sentimientos de los demás, otro de los pilares de la inteligencia emocional, conviene recordar que desde los primeros días de vida son capaces de distinguir y revelar (a través de expresiones faciales) las emociones que experimentan, y las madres son capaces de diferenciar matices emocionales tan variados como la felicidad, el interés, la tristeza, el miedo o el dolor. Como pautas básicas, se propone ir aprovechando los momentos en que está tranquilo para asegurar el reconocimiento entre él y el adulto, en un ambiente apacible de afecto y mimo. Hay que olvidar las prisas y los miedos y tener siempre presente la ternura y el afecto. Su sensibilidad ante las expresiones emocionales de la cara crece lentamente durante los primeros años de vida. Ya a los tres meses de edad miran a las caras más tiempo que a otros estímulos a la vez que aumenta la intensidad de su sonrisa. Los bebés cuyas madres llaman su atención y les sonríen cuando les miran son los que muestran mayores preferencias por las caras sonrientes. El niño/a es capaz de mantener al principio un buen contacto con su entorno y las personas extrañas, si se le ayuda y no se le provoca miedo. Está descubriendo su mundo y reconoce perfectamente quiénes son extraños y quiénes están próximos a él, sobre todo a sus padres. En este periodo está aprendiendo a distinguir los rostros habituales, pero no se extraña ante los desconocidos. Es bueno darle gusto y permitir que las personas se le acerquen y le cojan en brazos sin brusquedades y con cuidado, dejar que otros adultos o niños le manifiesten también su alegría. Conviene ampliar en lo posible la presencia de personas desconocidas que se relacionan con él.

 

De dos a tres años. El avance más importante que se produce en el ámbito afectivo es que los niños toman un papel más activo con relación a las emociones de los demás. No sólo reaccionan, sino que ahora son capaces también de actuar sobre los estados emocionales de los demás, pueden influir sobre ellos. Esta nueva capacidad de influir puede adoptar dos formas: como consuelo de emociones negativas de los demás, "reconfortando", o como forma de provocar en estos emociones negativas, "haciendo rabiar". Pueden intentar consolar a algún niño que se ha caído o está afligido por algún motivo, aunque sus acciones no están todavía muy elaboradas, incluso pueden no ser muy eficaces. Se pueden limitar a dar un objeto o comida cuando aquel se echa a llorar. Sus conductas, en este sentido, son en principio rudimentarias y primitivas, pero suponen, un avance sobre la situación anterior en que los bebés se limitaban simplemente a captar las emociones de los demás. La segunda manifestación de su nueva capacidad de influencia en los otros adopta la forma de provocación (arrebatando un juguete a otro niño y no dejando que lo recupere) o incluso exacerbando la angustia de otro niño cuando éste ya está llorando. Tales formas de actuar parecen constituir también un modo habitual de actuación de los niños en la interacción con los adultos. Aunque adoptan formas más benignas que con sus iguales, son como una forma de provocación amistosa, que parece funcionar como un juego (pueden, por ejemplo, ofrecer algo a sus padres y, con una mueca de risa, retirarlo cuando éstos lo van a coger). Tanto sus conductas de "consolar" como las de "hacer rabiar" se van haciendo más frecuentes a medida que se acercan a su tercer año de vida, al tiempo que van adquiriendo un mayor grado de control sobre su capacidad de influir en las emociones de los demás.

 

Por otra parte, las tendencias altruistas de los niños pequeños parecen estar muy influidas por el ambiente en que se desarrollan. Se ha comprobado que aquéllos que sufren maltrato físico presentan una proporción menor de conductas de consuelo, reconfortan menos al que sufre e incluso pueden llegar a mostrarse más agresivos con éste. Para Harris, parece que los padres que maltratan a sus hijos les transmiten un estilo paternal de maltrato que empieza a manifestarse muy pronto. Los niños de dos años, de forma natural, imitan lo que realizan los adultos y niños más mayores. De ahí que el adulto pueda propiciar en su interacción con el niño las acciones que quiere que aprenda. Como pauta básica de educación, deben promoverse, con espíritu alegre, acciones altruistas a su nivel para que tengan significado propio para el niño y pueda imitarlas. Se ha constatado que, a partir de los cuatro años, son capaces de comprender que las emociones de una persona dependen de sus deseos y son capaces de tener en cuenta los de los demás a la hora de predecir las emociones que éstos van a sentir.

 

Lo importante es subrayar que, incluso en edades tempranas, los niños disponen de un auténtico arsenal de tácticas para ser utilizadas. El despliegue de empatía o compasión hacia alguien que llora, como decíamos, no siempre ocurre; contrariamente puede también servir como estímulo y oportunidad para vengarse y hostigar más aún al que llora. Ello confirma la presencia de una aptitud emocional fundamental, la capacidad de conocer los sentimientos de los demás y hacer algo para transformarlos. Capacidad que constituye el fundamento mismo de las relaciones personales. Padres y profesores han de actuar para fomentar el altruismo y la compasión e inhibir las prácticas insolidarias y agresivas.

 

Con relación a la autoestima, otra de las claves del desarrollo emocional, conviene recordar que los niños no son capaces de autoevaluarse hasta los tres años; consecuentemente, en los primeros años es fundamental que las evaluaciones de sí- mismos que reciben a través del espejo de los demás (sobre todo de los padres y profesores) sirvan para generar un sentimiento positivo, para desarrollar desde el principio, aún de forma incipiente, un autoconcepto positivo de sí-mismo.

 

Para el bebé sus padres son el mundo. De su sonrisa aprende que es estimable. De su caricia, que está seguro. De la respuesta a su llanto, que es efectivo e importante. Éstas son las primeras lecciones sobre su valía y los primeros fundamentos de su autoestima. Contrariamente, los niños que no son atendidos, acariciados, sienten la desesperanza, aprenden que no son importantes. Son el preludio de una baja autoestima. Los padres son el "espejo" que muestra al bebé quién es.

 

A partir de los tres años puede surgir, aunque de manera incipiente, la autoevaluación. Es fundamental favorecer que ésta sea positiva. En cualquier caso, hay que evitar las evaluaciones y calificativos peyorativos (torpe, burro, malo, etc.), que acaban etiquetando al niño/a y conformando su autoconcepto, ya que inconscientemente él intentará responder a esa imagen.

 

Inhibir y controlar las respuestas no deseadas:

 

A partir de los dieciocho meses el niño puede sufrir excesos de genio en forma de rabietas y pataletas, sin motivo aparente. Todavía no posee control sobre su afectividad. Sus sentimientos y emociones son muy fuertes y necesitan ver siempre satisfechas sus necesidades de un modo inmediato. Además, no domina todavía el lenguaje, pero necesita expresar sus deseos, y, ante la falta de entendimiento con el adulto, puede aparecer esta forma de expresión emocional. Como pauta de acción educativa, hay que tener paciencia, ser sensibles pero firmes y no ceder, hacer ver al niño que se controla la situación y no que actuamos a la demanda de sus caprichos. De manera natural esta conducta tenderá a desaparecer cuando crezca y comprenda que no se cede a sus llantos y rabietas. Debe aprender a expresar y canalizar sus sentimientos y emociones de forma calmada.

 

Como pautas de intervención, hay que proporcionar un ambiente de libertad y espontaneidad que le permita expresarlos con seguridad. Establecer diálogos con él para que pueda manifestarse, observar láminas y dibujos de niños y adultos que estén llorando o sonriendo y hablar de ello con él, etc. Permitirle que grite, corra y salte cuando esté alegre. Es muy importante también protegerle cuando exprese miedo. Jugar a imitar gestos de alegría, miedo y llanto que realice el adulto u otro niño/a. Simular también situaciones de enfado y mostrar cómo se controlan de forma positiva estos enfados y disgustos.

 

En el período de tres a seis años. Para que el niño pueda llegar a controlar y comprender plenamente sus emociones y las de los demás es necesario que desarrolle una serie de capacidades cognitivas, que le van a permitir un comportamiento afectivo más adecuado. En este camino, uno de los avances más importantes que debe realizar es la comprensión de que una cosa es la manifestación externa de las emociones y otra la experiencia interna que se tiene de la emoción. Se ha comprobado que los niños entre tres y cuatro años, aproximadamente, son capaces de controlar la expresión de sus emociones y, hasta cierto punto, enmascarar lo que realmente sienten y disimular. Asimismo, son capaces de calmarse a sí mismos con algún juguete u otra distracción si se les enseña cómo hacerlo.

 

El niño con escaso autocontrol emocional reacciona a menudo ante sucesos en apariencia poco importantes con una gran descarga emotiva, de modo que los padres no acaban de comprender bien lo que ocurre. Llantos o enfados incontrolados son muchas veces el resultado de una "escasa sensación de dominio" de la situación, que el niño no logra expresar y comunicar, y no tanto una consecuencia del suceso que a nuestros ojos parece la causa de la frustración. De esto no pueden desprenderse sin la ayuda de alguien que les haga de nuevo sentirse bien.

 

Como pauta educativa general, hay que enseñar al niño a expresar y a ser responsable de sus propios sentimientos y emociones, y por supuesto a saber controlarlos. El niño que empieza a ejercitar el autocontrol tiene una enorme ventaja a la hora de afrontar situaciones que puedan provocarle miedo, ira, antipatía o frustración. Los pasos a seguir son: hacerle consciente de sus sentimientos, enseñarle a expresarlos, a tomar decisiones acerca de éstos y poder, por último, dominarlos hasta conseguir sentirse bien sin ayuda de nadie. Hay que ayudarles a validar su derecho a tener y sentir emociones (por ejemplo: "pareces enfadado, cuéntame cómo te sientes, sin gritar, ni ponerte furioso"). De esta forma se tiene en cuenta el sentimiento y se le da una salida válida. Hay que atender a los niños cuando expresan sus sentimientos o cuando dan muestras evidentes de que están molestos, pero no son capaces de verbalizarlos. No les reprenda o humille nunca por expresarlos. Modele la manera que tienen los niños de revelar éstos sentimientos, utilizando frases afirmativas que expresen emociones. Pregunte a los niños sobre sus opiniones. Es conveniente leer cuentos y comentar el sentir de los protagonistas.

Prevenir las conductas emocionalmente problemáticas o incorrectas.

 

Los problemas que pueden surgir en el campo afectivo son de muy diversa índole; lo único en común es la necesidad de resolverlos. El primer paso es definir bien el problema. De nada sirve etiquetar al niño de difícil, llorón o irritante; no se puede cambiar algo tan poco definido, sino solamente una conducta o actitud. Lo más importante es especificar y determinar bien el problema afectivo, aislándolo en situaciones concretas.

 

El lloriqueo, hacer pucheros, es una conducta que el niño/a utiliza normalmente hacia los tres años. Casi no tiene importancia la causa, ni las palabras que utiliza, lo que resulta irritante es la mezcla del tono de voz y los quejidos intermitentes y continuados. Para evitar que el lloriqueo se convierta en un hábito hay que afrontar el problema de inmediato para poder zanjar este comportamiento. Las causas pueden ser variadas, desde inseguridad, celos, hasta causas externas al niño, propiciadas por la falta de sensibilidad o atención de los padres.

 

En la mayoría de los casos se produce cuando el niño necesita varios intentos para llamar la atención de sus padres, sobre todo si éstos están ocupados. Hay que intentar responder con prontitud. Cuando nos habla de manera apropiada y se esfuerza no hay que esperar a que lloriquee para hacerle caso. Para que todo vaya mejor hay que asegurarse de asignarle un tiempo de dedicación exclusiva, hablarle y ocuparse de él. Pero sin que ese tiempo de atención lo consiga tras lloriquear.

 

Es muy importante también mantenerle ocupado ofreciéndole opciones, juegos y actividades. No se puede esperar que el niño sepa siempre ocupar su tiempo. Cuando se aburre suele recurrir a los pucheros y lloriqueos como forma de llamar la atención, porque no tiene o no sabe qué hacer.

 

Hay que enseñarle a pedir bien las cosas, mostrándole la diferencia entre hablar normalmente y lloriquear, y elogiar su comportamiento cuando sea correcto. Todavía más importante es manifestarle nuestro disgusto cuando pide las cosas lloriqueando para erradicar estos lloros y pucheros. Es bueno decirle y hacerle saber que cuando abandone esa actitud se le prestará atención. Es, así pues, de vital importancia no permitir que los pucheros tengan éxito. Si aprende, por experiencia, que sirven a sus propósitos, podría persistir en esta conducta hasta los primeros años de colegio, exasperando e irritando a cuantos se ocupan de él.

 

Ya hemos señalado que las rabietas y pataletas son normales desde el año y medio hasta los tres años, porque los niños todavía no saben controlar sus emociones; sin embargo, hay también pataletas temperamentales (dar un portazo), que, incluso, los adultos sufren por esa misma falta de control. No siempre es posible prevenir una pataleta, pero es útil conocer algunas causas que pueden contribuir a que ocurra para así poder evitarla. Hay que evitar la fatiga o la sobreestimulación del niño, detener las actividades antes de que esté demasiado cansado o sobreexcitado como para poder controlar sus emociones. No hay que enfrentarlo con tareas demasiado complicadas para él, cambiar la situación antes de que aparezca la inquietud en él por no poder hacer cuanto quería hacer, y surja la rabieta. Las rabietas no siempre responden a una causa; muchas veces los niños utilizan este comportamiento porque por casualidad se dieron cuenta que les daba resultado. Hay que hacerles comprender que es una conducta inadecuada, que no les libra de una obligación, ni cambia la actitud de sus padres. Este es el modo más rápido y efectivo de librarse de este comportamiento, puesto que lo que busca el niño, principalmente, es llamar la atención. Lo mejor es hacer caso omiso, ya que en ese estado emocional no se puede razonar con él, ni comprenderá nuestro punto de vista. Es preferible no intentarlo; de esta manera aprenderá que sus pataletas y rabietas no son eficaces y las utilizará con menos frecuencia. Como decimos, lo mejor es apartarse y hacer otras cosas mientras estas duran; si está en un lugar seguro, incluso se puede abandonar la habitación. Hay que actuar contra las pataletas cuando y donde ocurran, sin ceder nunca. Sobre todo, es importante no dejar que el niño las utilice para cambiar un "no" por un "sí", ni eludir responsabilidades. Mucho menos ha de conseguir que se le compre algo. Hay que mantenerse firme e ignorarle. Esta decisión es la única forma de que comprenda que se habla en serio y que así no conseguirá sus propósitos. Cuando termine la pataleta - por mucho que parezca nunca suele durar más de algunos minutos - no hay que darse por enterado. Hay que recibirlo como si no hubiera pasado nada, proporcionándole la ocasión de congraciarse con los demás, pero sin mencionar el incidente. "Anda, vamos". En ningún caso, debe decírsele lo mal que se ha portado. En tal caso entendería que su pataleta ha causado algún efecto y podría conducir a nuevas repeticiones.

 

El miedo. Hay niños que parecen enfrentarse a la vida sin miedo alguno, mientras que otros deben ir superando diferentes miedos a lo largo de la infancia. Casi todos los niños sienten miedo alguna vez a la oscuridad. Este suele aparecer entre los 2 ó 3 años. Un niño miedoso puede convertirse en un ser exigente, exasperante y sin confianza en si mismo. Por eso, ha de ir aprendiendo a superarlo e ir ganando valor poco a poco.

 

Como pautas básicas, hay que comprender la situación y ayudarle a superarla. No hay que criticarle, ni catalogarle de cobarde o pequeño, tampoco debemos gritarle, ni rechazarlo. Hay que identificar el miedo e ir preparándole poco a poco para ser más valiente y asertivo. Hay que enseñarle, como primer paso, a "valorar" su miedo (por ejemplo, que señale con sus manos, más separadas o menos la "cantidad"). En segundo lugar, confeccionar una lista de miedos, de menos a más aterradores, para comprobar las causas de ansiedad más importantes; hay que contrarrestar la ansiedad, tranquilizándole, dándole seguridad, permaneciendo cerca de él, cogiéndolo de la mano (ante un perro, con la luz apagada, etc.). Utilizar juegos para ir controlando ese miedo, (enseñarle fotografías y dibujos del estímulo causante del mismo). Corregir los conceptos erróneos que tenga, darle instrumentos para su seguridad (una linterna). Permanecer con él, enfrentándose juntos a las situaciones de miedo. Y a medida que parece menos asustado, animarle elogiando sus esfuerzos. 

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